La hazaña de salir cuenta como ‘workout’

Hoy no hice ejercicios. Bueno, no hice intencionalmente ninguna actividad cardiovascular o entrenamiento con pesas; pero hice compra en una de las tiendas de “al por mayor” y eso cuenta como tal. He tomado la cuarentena para caminar, hacer yogilates y squats. Este workout empieza buscando el carrito de compras desinfectado, con la mascarrilla puesta. Busco la tarjeta que tiré al fondo de la cartera, la encuentro. Desinfecto de nuevo las manos, entro y camino apresurada y paro de repente. De esto son tres sets de 10 repeticiones a causa de la gente al frente y atrás que no guardan los seis pies de distanciamiento físico. Cargo las cajas al carrito. Escojo el mejor precio. Empuja. Para. Respira. Repite. Asisto a la señora que no alcanza el pollo congelado y tampoco podrá cargarlo a su carrito. Sonrío, pero no se nota por la mascarilla. Entonces, cierro los ojos como nos enseñó algunos años atrás en su programa Tyra Banks. El cool down viene cuando paso por las galletas, las pastas y la Nutella ahí se cierran los ojos y resisto la tentación de comprarlos. Mente sana; cuerpo sano.

Llego a la caja y ahí no hago casi esfuerzo con la compra porque, por el virus pandémico, los empleados se encargan de todo. Hago un recuento de lo que siento, como dice la maestra de yoga. Tengo ganas de orinar. Por eso hago el bailecito de cuando se esta lejos del baño. Prefiero entrenar la vejiga a exponerme en el baño publico. También tengo hambre, pero como no hice ejercicios hoy como tal, prefiero llegar a casa para alimentarme también. Pago. Ya estoy cansada y demasiado aturdida para calcular mentalmente si en realidad la compra vale lo que costó. Empuja. Para. Respira. Repite. Salgo, hace más calor de cuando entré. Empuja. Para. Respira. Repite. Suda. Saca las cajas del carrito al carro; presionada porque un carro espera por mi parking y la señal me hace avanzar. Acomodo lo frío separado de lo no frío. Llevo el carrito al corral me subo al carro. Desinfecto, tengo que echarle gasolina al carro. Me desinfecto las manos, pago y me vuelvo a desinfectar. Voy con el tanque lleno y la vejiga también.

Ahora llego al edificio de mi residencia. Estaciono. Antes prestaban carritos para subir la compra, pero ahora, por el virus no. Tenemos un minicarrito en el carro así que lo bajo, saco las bolsas reusables, acomodo los potes, latas, cajas y artículos delicados. Hay un guardia mirando, pero si antes casi no ayudaban ahora menos, por miedo al virus. Dejo la compra al frente y estaciono en el sótano. Subo la cuesta por donde bajó el carro. Aprieta los glúteos, muslos, contrae abdomen y respira. Cojo todos los motetes los cargo hasta el elevador. Espero por uno en el que vaya sola, desinfecto las manos, sudo un poco más que horita. Llega el elevador vacío, pongo una caja en la entrada para que no se vaya, mientras hago sentadillas entre las cajas que paso al elevador. Entro. Lo mismo para bajar ahora con una pierna aguanto el elevador y las ganas de orinar en lo que saco todo. Lo dejo todo frente a la puerta. No sé que hacer primero: no dejar que salga el gato, orinar, empezar a desinfectar la compra o comer. Me quito los zapatos, me lavo las manos, por fin voy al baño, me vuelvo a lavar las manos. Pico algo. Plié para alcanzar el gabinete de abajo me da con botar y reorganizar. Estiro el torso, alcanza y bota. Repite. Lava y desinfecta los alimentos. Guarda, limpia recoge. Come algo más con la esperanza de no repetir. Más tarde es la clase de Pilates.

Nos IMAGIno

Arropados, desnudos, un poco excitados,
pero el cansancio no nos deja ni movernos.
Hay un intento de un abrazo.

No hay más luz que la de la Luna cuando se filtra por la ventana y está llena.
No hay palabras más que las de nuestros cuerpos en proximidad.
Te beso, dejo mis labios cerquita de tu piel.
Te aspiro.
Tu pierna entrelaza la mía.

Esta proximidad, este deseo de ser juntos me hace sentir que tus brazos, en tu abrazo, son hogar amplio.
Tus manos, que son para mí tan prodigiosas, se acoplan con tanta fluidez a las mías, me encajan, me dan vuelo y alas; me amarran. Y dormimos algunas horas, despertamos a algún ruido nocturno. Aún no estamos habituados a dormir juntos nos parece vertiginoso, inestable, pero tan necesario. El final de un largo viaje.

Logro ver el brillo de tus ojos destilando deseo. Nos amamos con furia de fieras y, a ratos, con la ternura de cachorro. En el candor de la danza, jaleo. Hay más calma. Respiramos ahora el aire a bocanadas que no nos fue concedido por años. Volvemos a amarnos ahora por si pasa algo después y no podemos.

No sé cuánto tiempo ha pasado.
No puedo medir la intensidad de lo que siento.
Quiero despertar y que estés,
quiero volver a dormir cayendo en ti.
Y tú en mí.

Bebernos hasta el embriague, bailar dentro de ti y tú dentro de mí.
Eres como un hogar sin portones,
eres mi jungla urbana de la que cuido y me alimento.

¡En la mañana es tan lindo verte despertar!
A veces te espero despierta y te miro.
En tu entrecejo se dibujan actos que con intriga ignoro.

Querer dormir y amar despiertos.
Otra vez y seguir queriendo.
Esto es el amor.
Mañana, si hay mañana, lo sabremos.

H en tus labios

Hundida.
Humillada en la hendidura helada.
Humo que desvanece.
Humedad en la vista, sin visitas al sur.

Humeo coraje.
Había un para siempre en forma de espejo.
Sea roto; se ha roto.

He amado, hoy hay más ayer que horas,
preguntas sin medias, sin pendientes.

De nada te valgo como H a tus labios.

 

Noviembre, 2019

Aprendimos, pero poco

A un año de María estoy en la oficina de lo que llaman Monacillo, de la Autoridad de Energía Eléctrica. Antes de las 7:30 de la mañana —hora de la apertura— hay varios viejitos madrugadores afuera, al lado del portón. La lista está en la mente de los primeros que llegaron. Un señor aprieta sus papeles con sus manos peludas mientras, mirándome de reojo, me dice: «Ahora tú eres la última». Vuelvo al carro, busco los papeles y me distraigo. Por el retrovisor veo que ya entraron y corro. Al entrar hay dos oficiales, no uno, para dar el turno. Soy el 7 de la fila que no es prioridad. ‘No somos prioridad hace mucho’, pienso.

Una señora se queja.  Busca la atención de todos los que esperamos porque esa será su primera audiencia y vino por ello. Nos sientan frente a un televisor pequeño que anuncia los turnos, pero la verdad es que vinimos a presenciar las micronovelas que se dan en cada estación. La escuchemos o no; ella empezó.
Parada frente a todos dice que nos quieren engañar, que el truco está en la vuelta que hace el contador. Que el contador empieza en $18 y cuando termina la vuelta da $180. Le creemos. Ha logrado persuadir a su público. Aunque algunos hacen gestos de desaprobación y el guardia trata de mantenerse agestual todos escuchan como hipnotizados.
La protagonista trata de mantener su papel y llevarlo hasta el climax y para ello nos habla de la constancia; el otro factor que hace que le cobren tanto. Habla de el absurdo y de cómo nos roban. Se molesta porque pierde la atención del público y más aún el guardia empieza a mofarse de su acento dominicano. Mientras hace la fila para el pago, a regañadientes aumenta su furia y dispara: Ojalá venga otro huracán y se lleve to’ los postes y nos deje a oscuras a toditos pa jodernos más. Silencio en la sala. Se convierte en la antagonista y repele las miradas. Se va mientras vocifera que investigará hasta las últimas consecuencias. A un año de María hemos aprendido, pero poco.

 

2018